Por Luis Alfonso Acevedo Escalante
Cuando yo era niño, 8 años a lo sumo, y cursaba segundo de primaria en una
escuela rural, me preguntaba por qué todos los niños éramos distintos; unos
íbamos con un corte de pelo; no todas las niñas llevaban el mismo peinado,
unos cuantos llegaban más tarde que otros; había niños que llevaban el
uniforme incompleto o no lo traían; en ocasiones algunos padres (casi siempre
los mismos) no asistían a las reuniones, etc.
Me preguntaba qué pasaba en esas casas donde la madre no iba a las
reuniones; cómo vivían en esa casa para que un día mi compañero llegara
tarde o tuviera que salirse de clase antes de la hora estipulada en el manual;
cuestionaba por qué unos niños, un poco mayores que yo, iban uno o dos
grados atrás mío; incluso, unos con una edad menor que la mía iban adelante.
Nunca encontré respuestas a esas preguntas, tal vez porque nunca intenté
buscar una respuesta, y al día de hoy creo que no la habría encontrado; tal vez
me hubiesen respondido: ese es más inteligente que tú y por eso va adelante;
aquel es un tonto y por eso va atrás. Si hubiese interrogado por qué alguien
llegaba tarde, me mandarían a callar por entrometerme en asuntos que no son
de mi incumbencia. Total que nunca pregunté, y tuvieron que pasar varios
años para encontrar mi propia respuesta.
Seguramente si yo hubiese hecho esas preguntas habría encontrado diversas
respuestas, aunque el caso fuera el mismo para cada sujeto (llegar tarde por
ejemplo). Esto obedece a que somos personas subjetivas, y aunque habitemos
el mismo contexto, cada realidad es diferente, todos tenemos un motivo
distinto para llegar tarde, para no portar el uniforme o para no escolarizarnos.
Ese es el mundo en el que estamos, en el mundo de individualidad y la
subjetividad, lo malo es que pocos se dan cuenta de esto y prefieren acudir al
objetivismo para tomar posesión de la verdad, y no dan oportunidad a
diferentes interpretaciones; se desconoce la verdad como una construcción
mental del ser humano que se hace desde lo real, y que no todas las
interpretaciones son iguales.
Entonces, podríamos comparar la sociedad con nuestro sistema digestivo, por
ejemplo, donde cada órgano tiene una función específica y debe cumplirla
para que el proceso de digestión se cumpla adecuadamente: ¿Para qué un
estómago si no hay un esófago que me lleve la comida?, ¿de qué sirven los
intestinos si no hay un estómago para ayudar a hacer la digestión? Así
podemos seguir con cada uno de los sistemas del cuerpo, el respiratorio,
circulatorio, etc. En suma, el ser humano no tendría buena calidad de vida si
alguno de sus sistemas falla o si alguna de las partes de un sistema no hace
bien su trabajo. Eso es la sociedad; cada institución y cada ser humano es
parte de este sistema social que habitamos, cada quien tiene una función, una
responsabilidad, derechos y deberes que deben cumplirse para que todo
funcione correctamente.
Este ejemplo, trasladado al contexto educativo, convierte cada estudiante en
un órgano dentro del sistema, así como el aula de clase en la que yo habité por
cinco años, luego seis en el Bachillerato y cuatro más en la Universidad. Pero
desafortunadamente, esto que parece ser una obviedad se desconoce en todos
los contextos educativos existentes, desconocen el aula como un sistema
plural, como un ecosistema donde confluyen diversas realidades, distintos
actores, cada uno con una historia distinta, habilidades diferenciadoras y
necesidades y objetivos específicos. Ese desconocimiento hace que se tomen
decisiones apresuradas y en ocasiones injustas a nivel disciplinario y
curricular.
No pude ser que un estudiante se suspenda de clase por no portar el uniforme,
sin antes indagar acerca del porqué no lo lleva; más grave aún juzgar
premeditadamente a una madre que no asiste a las reuniones de padres; como
tampoco sería justo juzgar al estudiante que va uno o dos grados “atrás” de
otros. Nos preocupamos más por lo que vemos en el momento, por el objeto, y
no vemos la subjetividad; desconocemos al otro desde su diversidad, cultural,
económica, sexual y política. Se hace difícil, al menos suponer, que el otro
tenga otras metas de vida distintas a las del resto, y que por esa razón no le
interesan ciertos temas o le vaya mejor en unos que en otros.
En ese panorama social-diverso, presente en las aulas, se sigue enseñando lo
mismo de hace 20, 30, 40 años; formamos para el pasado y no para el
presente. Desconocemos la educación como un tema que es político, donde
todos deberíamos participar; son otros los que deciden qué es lo que se enseña,
y no sabemos bajo qué criterios. ¿Cuentan las Instituciones con las
herramientas técnicas y el personal idóneo para desarrollar los contenidos en
el aula? No lo creo, porque en una escuela rural, por ejemplo, tenemos a lo
sumo dos docentes para atender 20, 30 o 40 estudiantes de primero a quinto,
eso en mi época, ahora atienden desde prescolar. La mayoría de estos docentes
son licenciados en un área específica: legua castellana, matemáticas, ciencias
sociales, etc. Y si alguien se atreve a decir que eso esas falencias son solo en
el área rural, le diré entonces que la brecha social educativa es enorme y que
son las poblaciones apartadas las más afectadas.
Para seguir con más ejemplos les diré que aún recuerdo el experimento del
fríjol sembrado en ambientes diferentes, ¡VAYA TONTERÍA! Si teníamos el
campo para hacerlo, la tierra. Bastaba con buscar diferentes terrenos y
ambientes dentro de la vereda para sembrar allí, bajo el palo de mango, en el
patio dela casa, atrás de la cocina, en fin…trabajarlo en una huerta
comunitaria por ejemplo, y aplicar al mismo tiempo las matemáticas, medidas,
pesos, colores, algo de la estructura interna de la tierra, etc.
El aula de clase debe tomarse como un sistema donde los contenidos son el
alimento que circula por el sistema digestivo y donde cada estudiante cumple
una función específica, y por tanto los contenidos deben darse en dosis que ese
sistema pueda digerir de la mejor manera. Ese cuerpo humano que es el aula
debe ser sano, vigoroso, eso solo se da si lo alimentamos cada día
satisfaciendo su sed de conocimiento y su hambre de sabiduría.
Tener esto en cuenta implica motivar al estudiante a recibir su alimento,
dejarle saber para qué se le enseña, cómo se aplica lo estudiado en la vida la
real, qué beneficios traerá para él el hecho de saber sumar, contar, hablar,
medir… cómo lo pongo en su contexto para que disfrute de cada acción que se
realiza en el aula o fuera de ella. Necesitamos movilizar a los estudiantes pero
sobre todo a los docentes, y más a los que diseñan los programas de
educación; no podemos seguir educando para el pasado, hay que educar para
el futuro, proyectarse y tener una visión amplia de lo que implican esos
primeros años de formación. Debemos buscar una transformación en los
sistemas educativos que evidentemente incidirá en los profesores y los
estudiantes, que, podrán disfrutar del aprendizaje y aplicarlo a sus contextos
para poder transformar sus realidades locales.
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